Insultar suele ser sinónimo de ofender. Pero no siempre. Se utiliza con esa intención, incluso hasta humillar, y es una práctica que en general provoca rechazo. Sin embargo, a veces no es fácil determinar si una frase o una palabra se deben entender o no como un insulto: ¡dependerá de las costumbres sociales y culturales donde se aplique! En función de la gravedad de la ofensa, el insulto responde a tres grados o categorías. El primero la insolencia que es cuando se pierde el respeto bien de palabra o de obra, también con el gesto o la mirada. Luego viene el improperio que es injuriar de palabra, sobre todo si se quiere echar en cara algo a alguien. Y finalmente el ultraje que es ofender a la dignidad o el honor, donde ya intervienen el maltrato o el desprecio.
Con el fin de hacer gracia o reírse de alguien, muchas veces la voluntad del que habla mal de los demás se da con frecuencia en ambientes divertidos; y en ocasiones sirve para mostrar el ingenio (del que lo tenga) y también la ‘mala leche’, lo que ya es más cruel. La tradición está llena de insultos que han pasado a la historia popular, muchos hasta graciosos. Así por ejemplo, como dice un refrán: “Cada lunes y cada martes hay tontos en todas partes”. Algo que no admite discusión. Como tampoco los muchos modos de manifestarse. Decir ‘tonto’ se ha convertido en tan habitual que no suele tener trascendencia. Sin embargo, dependiendo del énfasis, la intención, y el contexto en que se aplique, se puede considerar más o menos insultante. Incluso ser una ofensa grave. Su importancia dependerá de quien lo dice, a quien se lo dice, y sobre todo en que tono se lo dice. Basta con recordar a algunos ‘tontos’ famosos como fueron Abundio, Pichote, Perico el de los Palotes, el del Bote o el del Capirote. Uno de los insultos más ‘apreciados’ en Asturias es decir: “Esti ye un babayu” (tonto en una de sus muchas acepciones). Por lo general, los insultos que hacen referencia al poco ingenio o cortedad del de enfrente suelen ser los menos graves; son mucho más dañinos los que atacan al marido engañado o con connotaciones sexuales, racistas, de religión o culturales, pues… ¡insultar sin llegar a la injuria no está al alcance de cualquiera!
En España existe una tradición histórica del insulto. El realizado con gracia, que no molesta, el insulto local, el propio, el original, o el sorprendente, no suelen ofender. Tampoco demasiado los insultos literarios, como cuando Borges decía: “A cien años de soledad le sobran cincuenta”, refiriéndose a la obra cumbre de García Márquez. Pero ‘duelen’. O como cuando le preguntaron por Antonio Machado y solo por ningunearle contestó: “Se refiere usted al hermano de Manuel Machado”. Los dos escritores que mejor se han insultado, y con más pericia, han sido Francisco de Quevedo y Luis de Góngora, que eran de una tremenda minuciosidad y finura. Todo el mundo ha insultado y también lo ha sido, y aunque forma parte de nuestra cultura, no cabe duda que con los insultos se intenta menospreciar o dejar en un rincón al oponente. No solo con un lenguaje soez, basto, sino también con lenguaje fino. Con frecuencia son apreciados aquellos insultos que parece que no lo son, esa frase irónica que ‘entra’ como una lisonja o la vaselina de un halago, como cuando Baltasar Gracián decía: “Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”.
Nadie ha trasmitido el conocimiento de los insultos, pero todo el mundo los conoce: desde los niños a los abuelos, pasando por los padres, amigos y compañeros. A veces su contenido da una idea de la maldad que se supone. Estamos tan acostumbrados a ellos que sus valores semánticos pasan casi desapercibidos. Incluso los dedicados a las personas más cercanas, a los difuntos, o la propia condición del interlocutor o algún miembro de su familia. Pero que nadie se escandalice: un buen insulto, dicho en el tono apropiado, cortando la frase en el momento preciso, y elevando el tono de la voz si se precia, es un recurso útil para zanjar una discusión. También para encenderla. ¡El insulto es un arma peligrosa, que en ocasiones, pocas, se puede convertir en un elogio!
Hay quien afirma que no se conoce bien un idioma hasta que no se aprenden los insultos y los dichos más comunes. Desde muy antiguo nos encontramos con un montón de desacatos o dichos irreverentes cuando menos singulares. El Siglo de Oro es un buen ejemplo, siendo los escritores quienes alcanzaron la plenitud en el arte del improperio. Muchos de los ‘aguijonazos’ que se dedicaban han pervivido en sus obras. Así, Quevedo, al que hemos citado por sus encontronazos con Góngora, también los tuvo con varios de sus coetáneos. Como cuando le llamó a Ruiz de Alarcón: ‘Corcovilla’, aludiendo a su joroba o corcova, y éste le respondió diciendo: “¿Quién contra todos escribe, escribiendo con los pies?”, en clara alusión a su cojera.
A continuación, y en esta primera entrega, reflejamos algunos de los insultos con mayor carga ofensiva que han pasado de generación en generación, indicando su significado y/o procedencia que seguro a más de uno dejará desconcertado. Recogidos en el libro “Inventario general de insultos” de Pancracio Celdrán, el mayor compendio que se conoce, o en el más reciente “Eso lo será tu madre”,” de María Irazusta, están ‘aderezados’ con algunas notas aclaratorias.
Hijo de puta
También “hi de puta”, “hijoputa”, “joputa” o “hijo de la gran puta”. Porque en el insulto, como en otras cosas, el tamaño… si importa. Con una gran carga ofensiva, es uno de los ‘clásicos’ en cualquier situación de bronca. También de los más antiguos. Señala Pancracio Celdrán: “El hideputa o hijoputa se pasea por los campos de nuestra literatura desde la alta edad media. Es uno de nuestros insultos clásicos con sus más de doscientas variantes. Su uso en castellano se remonta al siglo XI. Con él se afrenta a quien de hecho es hijo ilegítimo o espurio, recordándosele sus orígenes para humillarle con algo que en el fondo no es responsabilidad suya; también se emplea como forma violenta de expresar el desprecio y la injuria, al margen de la realidad del contenido semántico”. Durante muchos años fue el más violento y soez de los agravios, amén de una ofensa que requería grandes dosis de satisfacción. Hasta el punto que en el fuero de Madrid (1202) se castigaba severamente, incluso exigía retribución por parte del agraviado. En función del contexto en que se pronuncie también tiene otras connotaciones, pues existe constancia de que no siempre fue utilizado como afrenta: “En diversos pasajes de la literatura áurea, como en el Quijote, el término tendía a convertirse en exclamación ponderativa sin intención de injuria, en la línea en que hoy la utilizamos en el ámbito de la amistad o la familia en frases expresivas de asombro fingido”. Este uso, a menudo festivo o en tono de broma, no evitó que dejara de ser un insulto serio “sobre todo por las connotaciones sociales y la humillación pública que suponía”.
Aunque su carácter ofensivo proviene de la utilización de la palabra ‘puta’ (por prostituta), con el termino ‘hijoputa’ se quiere llamar a alguien “mala persona”. Su integración en el lenguaje habitual ha llevado a un uso menos peyorativo. Hasta el punto que, a efectos legales, varias sentencias judiciales no lo han considerado un insulto. El uso de ‘hi de puta’ o ‘hijo de puta’ era habitual en la literatura del Siglo de Oro, no solo como ofensa, sino también como alabanza. Así se refleja en “Don Quijote de la Mancha” de Cervantes, cuando Sancho Panza decía en uno de sus pasajes:
-¡Oh hi de puta, bellaco, y como es católico!
-¿Veis ahí -dijo el del Bosque en oyendo el hi de puta de Sancho- como habéis alabado este vino llamándole hi de puta?
-Digo -respondió Sancho- que confieso que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero, dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?
Son muchos los defienden que el valor o la intención del término dependen en gran medida del tono en que se pronuncie. De ahí que uno de los aspectos más difíciles de enseñar a los extranjeros que nos visitan para aprender castellano sea explicarles como palabras consideradas como insultos, incluso muy graves, pueden llegar a ser simples apelativos según y como. Es cierto que llamar ‘hijoputa’ a alguien puede considerarse un delito de injurias, pero también lo es que el paso de los años ha ido relajando las tensiones causadas contra el honor. Incluso se ha suavizado hasta casi convertirse en algo ‘cariñoso’ en ocasiones (“con que te vas de vacaciones, ¿eh, hijo de puta?”). Un proceso muy similar al ocurrido con “cabrón” que más adelante citaremos.
Gilipollas
Insulto en gran auge en los últimos tiempos. No por su origen (sobre el que existen ciertas discrepancias), sino por su popularidad. Algunas fuentes señalan su procedencia del término ‘gili’, vocablo proveniente del ‘caló’ muy utilizado hace siglos para llamar a alguien tonto o bobo. Sin embargo, Pancracio Celdrán cree que al estar formado por ‘gili’ (gitano) y ‘pollas’ (órgano sexual masculino) su significado es muy distinto. Si bien la mayoría apuntan a un personaje singular apellidado Gil Imón como centro de una historia cuando menos curiosa. Durante el reinado de Felipe III había en el Consejo de Hacienda de Castilla un fiscal llamado Baltasar Gil Imón de la Mota que solía asistir a las reuniones sociales de la Villa y Corte acompañado por sus bellas y a la vez muy cursis hijas; una época (siglo XVII) donde era bastante común llamar a las muchachas jóvenes ‘pollas’ o ‘polluelas’ (igual que a los muchachos por su término masculino). Don Gil y su esposa ansiaban casarlas con buenos mozos por lo que era muy habitual verles a todos juntos. Sin embargo, a pesar de su empeño, e ir de un acto social a otro, no lograban ‘colocarlas’ por su carácter que rozaba muchas veces el ridículo en clara desesperación. Tanto que la gente solía exclamar: ¡Por ahí van don Gil y sus pollas! Y lo hacían de forma tan despectiva, con tanta sorna, que al final la frase quedó reducida a “Gil y pollas”. De ahí a “gilipollas”, como hoy lo conocemos, solo hubo un paso.
En España, el término “gilipollas” se usa para llamar a alguien ‘tonto integral’ con la consiguiente pérdida de respeto. No solo se le tacha de tonto, sino que se hace también con mofa. Se le tiene por un ‘bocazas’, un incontinente verbal, aquel que no es capaz de guardar un secreto, que puede armar un ‘guirigay’ por simple protagonismo, y si bien su intención no suele ser mala, si lo pueden ser sus consecuencias. Es inoportuno, y por ende peligroso, por su cortedad y su ausencia de criterio.
Cojones
Se trata de una de las palabras más utilizadas que hace referencia a los genitales masculinos. Como tal no se puede considerar un insulto, pero si cuando el contexto va ‘adornado’ con expresiones como ‘tócame los cojones’ o ‘acojonado’, dos de sus muchas acepciones que van desde agravios groseros a otras que arrancan la sonrisa. Arturo Pérez Reverte lo define muy bien en un espléndido artículo del que entresacamos algunos párrafos:
“Hace tiempo que mi madre no me da la bronca por abusar del lenguaje soez en esta página, y empiezo a preocuparme. O ella envejece y se acostumbra, o estoy perdiendo facultades y volviéndome lingüísticamente correcto. Por fortuna, todavía llegan cartas de algún lector… que me afea el uso, e incluso el abuso, de la palabra cojones.
Me viene al pelo para traerles a colación un impreso anónimo que hace tiempo circula por ahí y que, bajo el título ‘Riqueza del castellano’, enumera una exhaustiva relación de las diversas acepciones que en nuestra lengua, la de Quevedo y Cervantes, tienen los atributos masculinos, pero no me resisto a glosar el asunto y poner los cojones en su sitio.
Por ejemplo: el sentido cojones varía según el numeral que le acompaña. La unidad significa algo caro o costoso (eso vale un cojón), dos pueden sugerir arrojo o valentía (con dos cojones), tres significar desprecio (me importa tres cojones), y un número elevado suele apuntar dificultad extrema (conseguirlo me costó veinte pares de cojones). Del mismo modo, basta un verbo para darle variedad a los significados. Verbigracia: tener puede referirse a valentía (esa tía tiene cojones), pero también censura, admiración o sorpresa (¡tiene cojones!).
Siguiendo con los verbos, acompañado de poner puede significar reto o aplomo (puso los cojones encima de la mesa), y el verbo tocar implica molestia, hastío o indiferencia (me toca los cojones), vagancia (se toca los cojones), e incluso desafío (anda y tócame los cojones). El término es también acepción de lentitud (viene arrastrando los cojones). Y en cuanto a amenaza, su uso es frecuente (te voy a volar los cojones) e incluso se recurre a ello para describir agresión física (fue y le pateó los cojones).
Los prefijos y sufijos también son importantes de cojones. Por ejemplo, a-significa miedo (acojonado), des-implica regocijo (descojonarse), y -udo implica calidad o perfección (cojonudo). También las preposiciones matizan lo suyo: de alude a éxito (nos fue de cojones) o intensidad (hace un frío de cojones), hasta define ciertos límites (hasta los cojones) y por alude a intransigencia (por cojones). También se recurren a ellos como lugar de origen para definir cierto tipo de actitudes intrínsecamente españolas y como origen de voluntad inapelable (porque me sale de los cojones). En cuanto al color, textura o el tamaño del asunto, los significados son ricos y diversos como la vida misma. Un color violeta define bajas temperaturas (se me quedaron los cojones morados de frío). Posición y tamaño son decisivos, tanto para precisar pachorra o tranquilidad (se pisa los cojones) como coherencia (lleva los cojones en su sitio). Sin que falten referencias cultas o históricas (tiene los cojones como el caballo de Espartero).
Así que ya me dirá usted, señor notario. A ver cuando Shakespeare, o Joyce, o la madre que los parió, en esa jerga onomatopéyica y septentrional que usaban los pastores para llamar a las ovejas, y los piratas para repartirse el botín contando con los dedos, fueron capaces de utilizar, con todo su Oxford, la palabra equivalente con tanta variedad, y tanta riqueza, y tanta prosapia como la usa hasta el más analfabeto de nuestros paisanos. Tres mil años de griego, latín, árabe y castellano respaldan el asunto. Lo que, se mire por donde se mire, es un respaldo lingüístico de cojones”.
Queda más o menos claro que los genitales masculinos valen para todo. Para mostrar agrado, disgusto, retar a alguien, provocarle… Todo depende de la frase y el contexto. Es como para… ¡quedarse acojonado!
Cabrón
La riqueza de la lengua castellana tiene un gran abanico de palabras ofensivas. Quien no ha soltado o recibido alguna vez un… ¡cabrón! Y no pensando precisamente en el macho de la cabra. Su intrincada definición la explica muy bien Pancracio Celdrán. Más o menos viene a decir: “Quien consiente en el adulterio de su mujer, pero también el rufián o individuo que vive de prostituirla. Se dice también de quien por cobardía aguanta las faenas o malas pasadas de otro sin rechistar. También de quien las hace. Es en sentido figurado, y hablando del aumentativo de cabra, cabrón: animal que gozó de mala reputación por tomar su figura el diablo en los aquelarres o prados del macho cabrío, donde copula con las brujas, teniendo acceso a las mujeres hermosas por delante y a las feas por detrás”.
Sebastián de Covarrubias, capellán de su Majestad, maestrescuela y canónigo de la Santa Iglesia de Cuenca y consultor del Santo Oficio de la Inquisición, en su diccionario “Tesoro de la lengua castellana o española” publicado en 1611, primero con el léxico en castellano, señala: “Llamar a uno cabrón es afrentarle. Vale lo mismo que cornudo, a quien su mujer no le guarda lealtad, como no la guarda la cabra, que de todos los cabrones se deja tomar; y también porque el hombre se lo consiente”.
Al margen de su significado, la palabra “cabrón” está ya documentada en castellano en el siglo XIII por Gonzalo de Berceo (1198-1264) cuando escribía: “… y el cabrón de miçer Prades, descornado, cabiztuerto, saco lleno de ruindades y otro tropel de abades, en las cámaras del huerto”. Monje del monasterio de San Millán de la Cogolla, reconocido escritor, fue un destacado representante del mester de clerecía, la literatura medieval compuesta por clérigos, hombres instruidos no necesariamente sacerdotes.
Si algo se ha perdido en nuestra sociedad es la ironía, las frases con doble sentido, aquello de “decir sin decir”, soltar sentencias que descolocan. Hoy la mayoría se reducen a unas cuantas palabras a menudo malsonantes, incluso soeces. Pero no siempre ha sido así. En muchos campos (literatura, música,…), también en el saber popular, existen muchos ejemplos de lo que algunos llaman el “arte de insultar”. Aquel que es directo, que obliga a dominar el diccionario, y muchas veces exclamar, por si acaso… ¡Eso lo será tu madre!
En una próxima entrega seguiremos hablando de los insultos y otros ejemplos de los más utilizados.
